El sí pronunciado ante Dios en la Anunciación se confirma en el seguimiento de Jesús, de eso no cabe duda. No obstante su fidelidad no estuvo exenta de dificultades. Recordemos que, cuando su hijo comienza la vida pública, ella recibe la noticia de que ha perdido la cabeza, e intenta, junto a otros familiares llevarlo de vuelta a Nazaret. Entonces recibe una gran lección. Para Jesús no hay más familia que la que escucha la palabra de Dios y la vive. María aprendió la lección. Sin duda que la llevó a cabo, como así muestra su presencia al pie de la Cruz, en el momento más amargo, y en el seno de la primera comunidad, después de la victoria sobre la muerte del resucitado.
María supo confiar en mitad de la noche, de la oscuridad, del dolor. Todo lo guardaba en su corazón y todo lo meditaba. Su actitud contemplativa le dio la fuerza para el compromiso cotidiano con el evangelio predicado por Jesús. Por eso podemos comprender que María, nuestra madre, nuestra hermana, es modelo de discipulado.
Isabel reconoció en las entrañas de su prima al niño que trae la luz al mundo, el Jesús que en unos días será adorado por nosotros en un pesebre. Isabel la proclamó bienaventurada, feliz, porque ella creyó que lo que Dios le había dicho se llevaría a término. No se equivocó, acertó plenamente.
Felices seremos también nosotros si nos creemos de verdad el evangelio de Jesucristo, si cimentamos nuestra vida, nuestras relaciones, a la luz del niño que llega, que nos trae la alegría profunda de apostar por un mundo nuevo desde abajo, desde los más pequeños, los abandonados, los ignorados, los que nacen cotidianamente en pesebres al descampado porque para ellos no hay sitio en la ciudad. Jesús tampoco encontró en la ciudad un lugar para nacer. Ojalá pueda hallar en nuestros corazones la posada que merece.
Un abrazo entrañable.
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